Medard Boss (1903-1990). Psiquiatra suizo.
La palabra motivación viene del latín "movere". Cada movimiento requiere dos elementos: el movedor y el movido. No obstante, ¿quién o qué mueve a qué o quién en la esfera de la motivación humana? Sobre todo, ¿cuál es la verdadera naturaleza de un movimiento en general?
En el pensamiento moderno, el movimiento es imaginado como un evento causado por algún tipo de fuerzas. Por lo tanto la psicología tradicional también ha imaginado el movimiento de la motivación humana como efectuado por fuerzas. Para este propósito asume la presencia de fuerzas instintivas o impulsos e imagina que estos deben tener su fuente en el interior de a psique humana o de un sujeto, pero en el análisis final, en los procesos metabólicos del cuerpo. Los instintos dentro de la psique, se sostiene, impelerían entonces al ego hacia estos o aquellos deseos, voliciones o acciones. El instinto del hambre impele al ego a cortar y comer un manzana, por ejemplo. El ego es el conducido, el movido; el instinto del hambre motiva al ego para comer la manzana, en el sentido de la causa de un movimiento.
No obstante, si yo veo a un mendigo harapiento acuclillado a la orilla del camino, la imaginación de su miseria que la visión de él ha liberado en la consciencia de mi ego se vuelve el motivo que me mueve posiblemente a dar limosna. Ahora la situación está revertida, el ego con la representación del sufriente mendigo en su consciencia sería el conductor, el movedor: una imaginación específica del ego se ha convertido en un motivo, en una razón para el movimiento, lo cual motiva a la persona a lograr una ayuda externa, o en nuestro caso, el alivio de un sufrimiento. Sin embargo, esta concepción final o teleológica de la motivación humana no s separada de su aspecto causal. Dado que la representación subjetiva en el ego puede motivar a una persona a realizar un acto solo hasta donde pueda despertar los instintos dentro de su psique y guiarlos a una dirección específica. También ambas formas de ver el asunto, la causal y la final, permanecen dentro del mismo marco de referencia mecanicista en el cual prevalecen las ideas de fuerzas conductivas. Pues ahí donde se imaginan impulsos, los principios rectores son la presión y el empuje como en las máquinas.
Mucho más decisivo, por lo tanto, que cualquier diferenciación de la motivación en sus aspectos finales o causales es el carácter cuestionable de todas las concepciones de fuerzas en la antropología en general: sean las fuerzas sicológicas llamadas impulsos causales instintivos o impulsos del ego dirigidos teleológicamente. En ninguna medida, nadie ha sido capaz alguna vez de percibir instintos de alguna clase como inmediatamente presente. Siendo esto así, que incluso Freud, seguramente el más grande de todos los psicólogos de los instintos después de Nietzsche, fue suficientemente honesto para reconocer que su doctrina de los instintos era la parte más oscura de toda su teoría, y tras una observación más cercana incluso vio a las pulsiones disiparse en entidades mitológicas de origen desconocido.
Sin embargo, la situación presente de nuestra ciencia se vuelve aun más crítica, si la concepción psicológica del ego conductor o conducido es minuciosamente examinada, encontramos que el ego se define como un conjunto sin sustancia de percepciones, representaciones y experiencias psíquicas, a veces definido como una sustancia intelectual o pensante, otras veces como un nexo o como un centro de actos psíquicos intencionales. Entonces nuevamente se dice que el Ego es la unidad e individualidad de la persona humana que se experimenta a sí mismo como sujeto en oposición al ámbito de los objetos y como portador de una relación responsable con el Otro. En particular, la psicología del yo de la escuela psicoanalítica designa al yo como "la organización coherente de los procesos psíquicos". Sin embargo, era Freud especialmente quien gustaba imaginarse el ego como una autoridad psíquica (instancia). Como tal autoridad se dice ser capaz de representarse a sí misma percepciones internas y externas y ser un mediador entre las otras autoridades dentro del aparato psíquico, así como también entre este último en conjunto y el mundo externo.
Muchas de estas definiciones del ego todavía se pueden encontrar en los libros de texto de psicología moderna. Todas ellas, sin embargo, por eso mismo, pueden tener muy poco que ver con la realidad del hombre, porque básicamente ni una sola de ellas nos permite comprender, aunque sea parcialmente, lo que asigna al ego en el sentido de las funciones. En ninguna parte se explica la naturaleza real y la constitución básica de todos estos elementos psicológicos llamados ego, de una manera que nos permitiría tener incluso un indicio de cómo estos podrían hacer posible la percepción y conciencia humana de las cosas, criaturas y semejantes que encontramos como las cosas, criaturas y semejantes que son: y mucho menos cómo a partir de estas definiciones del ego se harían comprensibles otras cosas diferentes de la posibilidad del hombre de tener una relación de percepción con lo que encuentra.
Para todas las nociones del ego del tipo de una instancia psíquica del ego, un conjunto psíquico de experiencias, un campo de conciencia, un factor complejo, un impulso de participación, un centro desde el cual los actos proceden, hasta el de una subjetividad y una persona, presuponen básicamente la idea de una inmanencia. En otras palabras, el ser humano está definido, se admita abiertamente o no, como un recinto principalmente autónomo y delimitado frente al mundo exterior. Incluso la suposición de representaciones motivadoras de objetos no disipa el carácter inmanente de estas concepciones del yo.
También representaciones de objetos se toman como imaginaciones de un sujeto y son, por así decirlo, pensadas hacia el interior de una conciencia del ego. Sin embargo, ¿cómo podría cualquier entidad de carácter principalmente inmanente alguna vez conceder la admisión a las cosas que enfrenta un ser humano en el sentido de que, perceptibles como las cosas que son, puedan penetrar en un ego pensado como constituido de esta manera? Incluso, en sentido contrario, ¿cómo estaría un ego humano en la posición de trascender su propia inmanencia y cruzar, comprensivamente, a los objetos que llenan el mundo?
Después de todo, los psicólogos críticos han reconocido y demostrado desde hace mucho tiempo la naturaleza confusa y contradictoria de todas estas nociones del ego. Konstantin Oestreich, por ejemplo, ya en 1910 en su “Fenomenología del Yo en sus Problemas Fundamentales”, expresamente llamó al ego un algo enigmático. C. G. Jung, nuevamente, dice del sustrato que porta al ego, algo llamado por él el Self, que permanece envuelto en una oscuridad metafísica.
En eso todavía están obviamente interesados sólo por un Algo meramente presente, no importa cuán enigmático ese Algo pueda ser, incluso las indagaciones de estos críticos no han estado en correspondencia con la naturaleza del ser humano de una manera que podrían haber arrojado alguna luz real sobre el problema del así llamado ego.
Aun más sospecha sobre la idoneidad de las nociones modernas del ego es suscitada, sin embargo, por aquellos psicólogos modernos que en perplejidad atraen la atención sobre lo que llaman el "problema no resuelto", por ejemplo, al hecho de que la Antigüedad no conocía en absoluto un problema del ego, y ni siquiera tal problema en relación con la motivación. Muchos de ellos, es claro, quisieran explicar este importante descubrimiento lo antes posible gracias a la suposición de que el conocimiento de la psicología de los antiguos griegos era todavía inadecuado. Sin embargo, sería menos arrogante si de este hecho se dedujera el indicio de la posibilidad de que la naturaleza humana pudiera, claramente, entenderse de una manera completamente diferente, tal vez en una manera mucho más adecuada que con la ayuda de nociones de un ego psíquico de instancias e impulsos motivacionales.
Para tomar conciencia de tales posibilidades, sólo necesitamos entregarnos a nuestra propia experiencia inmediata. Entonces de inmediato no hay ninguna duda de una instancia del yo que decide sobre algo fuera de sí misma. A esta noción del ego siempre se llega, por así decirlo, con una rebelión del ser del hombre contra un no-yo como objeto. Entonces el ego se convierte, se imagina devenir sujeto, lo que se opone a un objeto. Cuando, por el contrario, estamos conversando unos con otros de manera perfectamente natural, a ninguno de nosotros se le ocurrirá decir que el ego en mí o mi ego percibe esto o aquello, hace esto o aquello. Más bien lo que experimentamos es siempre meramente esto: hago algo o soy consciente de algo.
En este sentido, cuando decimos "yo", este decir "yo" nunca se refiere a una entidad psíquica, una instancia dentro de mí. Porque, después de todo, cuando decimos "yo" veo o hago algo, siempre nos referimos simplemente a una forma presente, pasada o futura de percibir lo que se encuentra y de afrontarlo. La pequeña palabra "yo" es siempre, correctamente entendida, simplemente una referencia del ser humano a las relaciones con un mundo, a la manera en que un mundo se dirige a nosotros y al modo en que pertenecemos a un mundo, en el que una persona con sus semejantes se encuentra en un momento determinado, en el que se ha encontrado o se encontrará.
Es evidente que la emisión explícita de la palabra "yo" está restringida a aquellos modos de conducta que una persona ha considerado expresamente y reconocido como las posibilidades de vida propias de su propia existencia. Está, sin embargo, en tan poca correspondencia con la realidad del hombre hacer la abstracción personificada de una instancia del ego psíquico a partir de estas relaciones a un mundo, así como es engañoso hipostasiar las posibilidades de vida, que no son deliberadamente apropiadas por un ser auténtico o incluso son negadas, en instancias psíquicas de un inconsciente o un preconsciente, para permitir entonces que impulsos, pulsiones y concepciones específicos sigan su curso en tales "localidades psíquicas".
En realidad, nada parecido se encuentra en el ser humano. Más bien el hombre está en todas sus relaciones con el mundo exterior, tanto en las apropiadas como en las que todavía no son apropiadas: "afuera" por así decirlo; "afuera", es decir, con las cosas que aparecen a la luz de sus relaciones con el mundo exterior.
Sin embargo, si este es el caso de mi expresión "yo", entonces la psicología, al pensar en términos de una instancia del ego -o del ello-, una instancia del inconsciente y un superyó, haría uso de la vieja mecánica del cuento de hadas. Porque también éstos están acostumbrados a aislar los modos de comportamiento, por ejemplo los de la madre de un niño, que son deseados y queridos por ella y condensarlos en la noción de una instancia individual, en la figura de un hada buena, y por otro lado, personificar lo desagradable , aquellos de los que el niño no quiere saber nada, que son temidos, en la figura imaginada de una bruja.
Sin embargo, es tan poco posible para un niño mantener la creencia en estos personajes de cuentos de hadas durante toda su vida como lo será presumiblemente para un psicólogo conservar para siempre las nociones psicológicas de una instancia. Y no sólo esto último, con el tiempo tendremos que abandonar la noción misma de "psique", que de manera igualmente inadmisible cosifica el ser del hombre. En esta manera, sin duda, la psicología se vería privada del objeto de de estudio, la "psique" de hecho, y ya no podía continuar como ciencia con este nombre. Y, sin embargo, ¿sería lamentable que la psicología tuviera que superarse y abrirse camino para convertirse en antropología adecuada?
Pero si lo que existe en realidad como ser del hombre no consiste en entidades psíquicas, ni en instancias sino siempre meramente en las posibilidades de comportamiento frente a lo que se encuentra, que se muestran en cualquier momento dado, la naturaleza fundamental del ser del hombre debe consistir en una capacidad totalmente primaria e inmediata para comprender y dilucidar las cosas terrenales y divinas encontrándolas como los fenómenos que son. ¿De qué otra manera podría el hombre comportarse de esta u otra manera frente a lo que le encuentra, a menos que su ser mismo como un todo y según su constitución misma no hubiera residido siempre en una comprensión tan primaria e iluminadora?
¿Cómo podría ser posible que, por ejemplo, ustedes, distinguidos colegas, se hayan revelado y mostrado inmediatamente a mí como los semejantes que son en el momento en que pude conocerlos? Porque ni por un momento me he percibido como un sujeto primero que hubiera tenido que trascenderse para poder llegar a ustedes. Por el contrario, desde el comienzo de nuestro encuentro aquí, he estado con todo mi ser con ustedes en este auditorio y he estado junto con ustedes ocupándome del mismo tema de interés mutuo, motivación humana y en ningún otro lugar. ¿Esta experiencia ha sido diferente en su caso? ¿Realmente han tenido que salir del caparazón de una instancia o bien, de un ego, de una persona, para poder oírme, comprenderme o malinterpretarme? Más bien, ¿no habéis estado también vosotros conmigo, no hemos estado todos desde el principio, aquí mismo, en todo el ámbito de esta sala y, sobre todo, involucrados en una relación comprensiva con el mismo tema que se debate en la misma sala, incluso si cada uno de nosotros tiene su propia manera de entenderlo?
Sin embargo, ¿de dónde pueden venir entonces las motivaciones, los impulsos humanos, si tenemos que abandonar las nociones psicológicas de ego y ello? ¿Qué pasaría si el ser del hombre nunca hubiera sido impulsado de sí mismo hacia algo, si, por el contrario, siempre hubiera sido atraído por lo que encuentra y enganchado por ello como si fuéramos llamados y convocados por lo que aparece a la luz de nuestra existencia? Entonces lo que tendríamos que hacer sería claramente responder a esta llamada y convocatoria en los niveles de percepción, oído y acción para que las cosas destinadas a nosotros pudieran desplegarse en la plenitud de su ser.
Sin embargo, muchas personas, especialmente en el ámbito de la llamada sexualidad, ¿no tienen la experiencia de que, sin embargo, son conducidas desde dentro hacia ciertas cosas, hasta tal punto que su impulso interior puede crecer hasta un estado de esclavitud y adicción? Sin embargo, una adicción, de hecho, en el más alto grado, ¿no presupone una escucha y ésta la conciencia de una llamada e invocación? Sólo que, con tal relación, se produciría una sumisión servil a la cosa convocante. Por lo tanto, frente al estado de esclavitud se encuentra ese auténtico ser propio del hombre que podría establecer una relación libre con todos los fenómenos de su mundo que lo encuentran.
Sin embargo, ¿no vendría en ambos casos lo que motiva, lo que mueve al hombre, de mucho más lejos que el mero yo humano, sus representaciones objetales, sus instintos y sus fuerzas impulsoras? Incluso las nociones hasta ahora corrientes en nuestra psicología sobre el yo, así como las determinaciones causales y finales de la motivación, ¿no producirían desde el inicio una interpretación falsa del estado real de los asuntos? Éstas serían sobre todo las preguntas que, mediante los signos de interrogación colocados en nuestro título, nos gustaría ver planteadas ante nosotros para su discusión.